martes, 8 de marzo de 2011

Introducción.

“Buenos días mundo incomprensible”. Esas son mis primeras palabras cada mañana. Así es como saludo a todo lo que me rodea, pues todos los días me levanto igual de confuso, igual de desorientado.
Y hoy es igual a todos los demás días. Piso el suelo con el pie izquierdo y me golpeo el dedo meñique del pie derecho con la mesita de noche. “¡Mierda!” , además, creo que he despertado a los vecinos. Aun sigo medio dormido pese al golpe y voy directo al baño con el instinto, tengo los ojos medio cerrados y bostezo considerablemente. El mismo ritual de cada mañana, levantas la tapa, la otra tapa, te baja un poco el calzoncillo y simplemente, meas. Vas al lavabo, te limpias las manos y ves tu cara demacrada. Ha sido otra noche de pesadillas, sueños paranoicos e insomnio. Comienzo a estar harto de todo esto. Me veo reflejado en el espejo y no puedo evitar asustarme de mí mismo, qué horror, joder.
-¡Venga Jack! –sí, me llamo Jack O’connell- No estás tan mal –soy patético incluso intentado animarme a mí mismo- para tener 39 años sigues siendo un hombre atractivo, ¡mírate!
Y vuelvo a mirarme en el reflejo, desde todos los ángulos y cada rincón de mi cuerpo. ¿Qué veo? A un tipo de estatura mediana con una espalda ancha y una cintura agradable, con algo de barriga –malditas cervezas- y musculosos brazos –al menos la natación sirve de algo-. ¿Qué más? Bueno… Mi cara está tan descuidada y pasada por la edad… Tengo unas marcadas ojeras –es lo que tiene tener insomnio- una barba bastante descuidada, unos ojos tristes, decaídos cansados y, verdes, o azules, o grises, u olivos, o pardos, o como quieras verlos. Aunque esta mañana están de un color gris apagado. Y el pelo… bueno, tengo el pelo corto y oscuro y algunos mechones irregulares caen por mi afilado rostro.
Me miro durante un rato más mientras me seco con la toalla ya raída. Suspiro, entre agobiado y cansado de ver la misma imagen de mí mismo. Con torpeza voy a la cocina donde me preparo mi dosis diaria de café. Café, café, y… otro café por favor. Los dos primeros me los tomo mientras observo distraído las noticias –tan repetitivas y amargas- y mientras se calienta el tercero me desespero mirando mi armario. O el zoológico, como lo llama mi madre cuando viene a recogerme un poco el piso. Todo está tirado, mezclando ropa limpia y sucia, de invierno con la de verano, botas, calcetines, ropa interior, camisetas, pantalones, sudaderas… todo está entre las perchas y el suelo. Alargo mi mano prácticamente sin mirar a donde se dirige. “¡Pantalones vaqueros!” puedo sonreír orgulloso, pero… ¿y la ropa interior? Frunzo el ceño mientras me pongo a inspeccionar la zona. Revuelvo un poco y de una misma tirada encuentro calcetines y boxers. No puedo creer mi propia suerte. Y sonrío, no sé si porque realmente me hace gracia o porque soy tan irónico que me he de reír incluso de mi propio “patetiquismo “. Una camiseta blanca (o bueno, al menos antes lo era) de manga corta sin nada más será suficiente.
Ya con el uniforme puesto me dispongo a tomarme el último café cuando suena el teléfono. Antes de responder miro el reloj, y voy con retraso, cómo no.
- No mamá, hoy no puedo. ¿Qué? Pues porque tengo que trabajar, no te pienses que todos vivimos del aire. ¿¡Cómo?! Me pongo así porque todas los martes me haces lo mismo, sabes que tengo que corregir trabajos, exámenes y que por las tardes trato de hacer algo de provecho para mi vida social, la cual no crecerá si quedo con mi madre, además los martes por la tarde tengo las charlas en la universidad. No, no te pongas así, sabes que tengo razón. No joder mamá, no, no te pongas así porque no tienes razón. Joder, ¡no! No tengo 18 años para que me sigas hablando de esta forma. Vale, te veo el jueves, ¿contenta? Vale. Tengo que dejarte, llego tarde. Lo sé. Yo también. Adiós.
Cuelgo y me abraso la lengua mientras devoro el último trago del café. Cojo las llaves del viejo Ford y tiro todas las cosas dentro –libros, carpetas, estuches, llaves, móvil, cartera… - y conduzco a toda prisa hacia el instituto, al cual no importa que llegue tarde, los alumnos estarán encantados.
Sí, soy profesor de dibujo en un instituto de barrio, normal y corriente. Todavía no sé muy bien cómo acabé allí, quizá por mi incompetencia, quizá porque al final te acabas cansando de luchar. El caso es que estudié bellas artes, hice fotografía y también historia del arte. Ahora entenderéis lo apasionado que soy del arte, la verdad, es que de todas las artes, pero al final no acabas siendo más que un profesor mediocre en un lugar muerto. Pero es como todo, la verdadera faceta de mi vida que adoro es la de mis pasiones truncadas. Adoro escribir, historias fantasiosas en las que reflejo lo traumático de mi ser, mis sueños frustrados, todo lo que quise ser, lo que busqué, lo que busco, lo que perdí y lo que me pregunto, y los poemas, recuerdo aquellos que escribí para conquistar a algunas mujeres y todos aquellos que tuve que hacer para olvidarlas. Y pinto, o eso creo, trazo líneas sobre lienzos en los que mi odio, o mi amor quedan plasmados entre líneas rojas, negras, azules, verdes, y figuras, que aún no sabría cómo definirlas. También solía hacer fotografía, hasta que me convencí a mí mismo de que la mayor parte de mi sueldo lo dejaba en un simple hobby, pues jamás me darían un duro por un trabajo que jamás nadie vería. Ah, no podemos olvidarnos de mi tan poco exitosa faceta de pianista. Una vez me planteé el ganarme la vida como músico, hasta que las palabras de unos cuantos productores disolvieron la quimera. “Si quieres ganar dinero como músico, ponte a tocar algún instrumento en la esquina del metro”. También tocaba la guitarra, e incluso años antes me atrevía a ir a micros abiertos en los que poder acompañar a algún aficionado más.
Tengo tantas caras frustradas de mi ser que me cansé de luchar por mí mismo y me acomodé en la jovial y pasable vida de un profesor de dibujo bohemio de sueldo medio con el que puedes reírte en clase y te deja libre la imaginación en tus trabajos.
Y así es mi vida, cada día igual, cada día lo mismo.
Mientras conduzco, viajo también a pasajes de mi vida, en los que recuerdo cuando iba a manifestaciones, cuando salía a correr con mi perro, en los que paseaba de la mano de una bella mujer por la playa, en los que me tiraba noches observando el cielo y rozando las estrellas con la punta de mis dedos –o eso creía- o cuando simplemente me empapaba bajo la lluvia, creyéndome invencible, creyéndome capaz de afrontar a todo y a todos.
Y así fue hasta que el mundo pudo conmigo. Y conmigo se llevó la ilusión, las risas, la fantasía, la autocomplacencia, la energía, las ganas de luchar, el inconformismo, la inspiración… Porque también se llevó a mi musa. Llevo años sin pintar nada, sin escribir, sin fotografiar, sin componer. Porque también se la llevaron a ella. Desde entonces estoy desesperado. Paso las noches en vela jurándome que la encontraré. Y escucho todos mis cds, miro todas las fotografías, leo todos mis libros favoritos. Pero nada, no aparece. Se la han llevado.
Aparco. Entro deprisa. Me llevo las pertinentes broncas-charlas del director y me dirijo a mi aula. Blah, blah, blah y más blah. Alumnos, trabajos, dibujos, alumnos, trabajos, dibujos, alumnos, alumnos que se creen muy listos y se pasan, dibujos, trabajos... así 6 horas al día, 5 días a la semana. ¿Veis como es redundante? En ambos recreos aprovecho para abrasarme de nuevo con los cafés y engullir algún bollo de la panadería que hay al lado, la verdad es que sus croissant están para pecar.
Suena el último timbre y todos, alumnos y profesores, suspiramos aliviados. Pero como es martes mi pesadilla no ha acabado. Cojo el coche y conduzco hasta las afueras de la ciudad donde se encuentra la universidad pública más pobre de toda la comunidad, pero de todas maneras, es mi mejor fichaje, no debería quejarme tanto. Aparco y voy a la cafetería del campus. Lo atravieso mirando a todos los lados. Los jóvenes están reunidos, unos leen, otros hacen trabajos y repasos de última hora y otros, simplemente ríen. Entro en la cafetería y me siento en la misma mesa de siempre, me atiende la camarera de siempre y pido el mismo menú de siempre. “Ensalada mixta, merluza rebozada, mousse de chocolate y una coca-cola, por favor” , siempre repitiendo las mismas palabras. Y la camarera tarda el mismo tiempo que siempre en traerlo. Y como no, como siempre, estoy tan hambriento que no tardo en devorar y casi comerme los platos.
Todos los martes al acabar la comida y el café de después –bendito café que evita arruinar mi profesión- me escaqueo por una de las puertas de la cafetería que lleva al que yo llamo, jardín secreto. Es un pequeño trozo de campus, pero alejado de todos los demás. Es pequeño, no tiene más que un banco y dos o tres árboles, apenas pega el sol y la temperatura siempre es agradable. Siempre me he planteado por qué los alumnos no van a allí, y siempre llego a la misma conclusión, es tierra de “bichos raros”. Allí se reúnen sobre todo aquellos tipos de universitarios que se automarginan pensándose superiores, o con conocimientos e inteligencia mayor, y se sienten incomprendidos por unas dotes que ellos mismos se han atribuido. Y aprovechan el tiempo para actualizar sus portátiles, acabar de revisar sus súper proyectos o terminar de leer sus adorados diarios del científico.
Aún me quedan dos horas para entrar a la universidad, pero disfruto de aquel lugar porque a esa hora todos los alumnos –o casi todos, al menos en el caso de los bichos raros todos- están en clase. Yo me dedico a dar cursos de una hora y media los martes y viernes en los que enseño a dar forma a esculturas en la facultad de arte, por supuesto. No es mucho, pero al menos trabajo con personas más maduras y civilizadas que mis pequeños monos de instituto, además de estar en una universidad, que eso te da… otra clase, digo yo.
Como siempre a estas horas aparece esa chica que siempre veo. No sé su nombre –y nunca me he interesado por saberlo- y tampoco me sé sus rasgos, sólo sé que es ella. La niña que viene todas las tardes al jardín secreto a devorar sus libros, o eso veo. Lo único por lo cual me hace gracia es cuando paso por su lado y la veo tan metida entre las hojas de papel. Me encanta verla sonreír cuando seguramente acabe de leer algo gracioso, o romántico –o quizá tenga humor negro y se esté riendo de una nefasta muerte- o cuando le brillan los ojos mientras relee dos o tres veces una misma línea –que para sí habrá recitado en voz baja 300 veces- o, sí, cómo disfruto cuando se pasa las dos horas que yo estoy allí tan pegada al libro que parece que ella misma es uno de los personajes.
Me gusta observarla cuando hace eso, me gusta mirar sus ojos, porque tienen ese brillo, esa ilusión que yo perdí. Yo ya no leo libros con esa impaciencia, con esa incertidumbre y esas ansias por saber qué pasará. No sonrió cuando algo me hace gracia o me gusta, simplemente lo anoto mentalmente. Ella tiene esa fe en los libros, y la siento cuando se muerde los labios mientras cambia de página o cuando tiene que cerrar las tapas mientras aprieta el libro contra su pecho, para evitar perder esa magia que hay entre las palabras.
Oye, quizá sepa demasiado de ella.
Nunca me he fijado en qué libros leía, porque pensaba que con la edad que aparentaba estaría leyendo Harry Potter , Crepúsculo o alguna de esas novelas de hoy en día hechas para adolescentes que tratan de ser “especiales”. Y hoy no sé porque sí lo he hecho, por qué me he fijado en la cubierta de su libro. Creo que ha sido al oírla colgar el móvil, cuando decía “claro como el agua cristalina, como diría mi amado Alex”  he sentido un pinchazo de cotilleo en mi estómago y me he obligado a mirar por encima de sus huesudos hombros. “¿La Naranja Mecánica?” , reí dentro de mi, y si la conociera, o al menos tuviera algo de trato con ella la hubiera felicitado por haber elegido tan buen libro, y la preguntaría si había visto la película. Pero no creo que yo, Jack O’connell fuese a tener tanta suerte como para que una chica de esas hubiera visto semejante obra de arte. Quizá su depravado profesor de filosofía, o ética, les hubiera mandado escrutar la mente del neurótico Alex. Pero ella no le trataba simplemente como “Alex”, sino como su amado Alex, así que llegué a la conclusión de que le gustaba el libro.
Único día en el que me paro a echar un vistazo encima de ella, único día en el que me tiene que hablar.
-¡Perdone! –oigo gritar tras de mi una femenina, dulce, inocente y un tanto melodiosa vocecilla- ¡ehy señor!
Entonces me giro con una sonrisa en los labios y el ceño algo fruncido.
- Vaya, sabía que era un viejo, pero no tanto como para que me llamaran señor.
Agacha su mirada, mientras se ríe y encoge su cuerpo.
-Disculpe, no era mi intención molestarle ni mucho menos ofenderle –clava sus ojos en mi, por primera vez me doy cuenta de que son saltones, marrones y muy profundos. Y creo que en ellos he visto una mirada un tanto… ¿lujuriosa?- ¿podría darme la hora?
Me río ante su respuesta y la respondo tranquilo, algo característico de mi es mi pasividad.
- Claro niña, espera que busco el teléfono.
Y entonces me doy cuenta, sí, era lujuria la chispa que había visto en su mirada. ¿Por qué lo sé? Porque su ojos han ardido mientras me levantaba la camiseta que tenía enganchada en el pantalón y aprovecho para buscar mi teléfono. Se muerde el labio y centra su mirada en mis manos, que están pasando por mis bolsillos traseros. Definitivamente, lujuria. Encuentro el teléfono evitando reírme -¿una niña fijándose en un viejo loco como yo?- tenía que evitar carcajearme de todo aquello como pudiera.
- Pues van a dar las 6 y 10 dentro de un par de minutos.
- ¡Muchas gracias!

1 comentario:

  1. MMM! no se muy bien que escribirte! no he creado una idea general de la historia!! me gusta! si eso está claro... me gusta La naranja mecánica... más bien me gusta Kubrick (no se si se escribe así exactamente, no me apetece buscarlo jajaja, da igual quedar mal). Me gusta su forma de hacer cine.
    Sigo leyendo!!

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