viernes, 11 de marzo de 2011

Capítulo 2.

De nuevo conduzco hacia la universidad. Lo mismo de siempre. Sólo deseo refugiarme por unos minutos en el jardín secreto –había pensado en llamarle el jardín del olvido, pero no lograba evadirme de mi patética vida-. Eso hago cuando la camarera me da el ticket –joder, es el mismo precio de siempre, ¿por qué se molesta en tardar tanto?-. Me dirijo con un paso aligerado, tratando de descansar allí durante un rato. Ya cuando estoy allí me regodeo en el que no hay nadie. Y sin embargo, unos minutos después, me frustra. Siempre estoy solo, ¿por qué no un poco de sabiondos hablando de sus teorías de fondo? En fin… busco entre mis pantalones qué entretenimiento puedo tener –si realmente me pusiera a descansar acabaría dormido allí mismo- y me encuentro el paquete de tabaco. Y me enciendo otro cigarro. Acomodo mi cuerpo y cierro los ojos mientras disfruto de él. Pero la paz nunca parece durar.
- ¡Perdone! –esa voz… - ¿tiene fuego?
Ni siquiera he abierto los ojos –sea quien sea no se ha dado cuenta porque no me he quitado las gafas de sol- pero cuando lo hago me encuentro un par de ojos marrones escrutándome.
- Señor, ¿está bien?
Me quito las gafas de sol mientras intento fruncir el ceño.
- ¿Qué le había dicho yo de llamarme señor?
Se sonroja mientras se muerde el labio. -¿lujuria o vergüenza?-
- En realidad nada. Sólo había dicho que no se consideraba tan viejo como para que le llamaran señor.
¡Din! Punto para la señorita.
- Es cierto –la sonrío amablemente- Dime, ¿querías fuego verdad?
- ¡Oh si por favor! – levanta su cigarro – soy un desastre, siempre me olvido algo. –agacha un poco la cabeza mientras mira para otro lado- Por cierto, mi nombre es Mary, pero mis amigos me llaman Akhiro, aunque cariñosamente acabaron por llamarme Akhi.
- Está bien, Mary –me devuelve el mechero- ¿Acaso te llaman así por alguna serie manga? –en realidad yo seguía siendo un Friki y el nombre me había sonado muy oriental-
- En realidad –para, para darle otra calada al cigarro- aunque me gusten ese tipo de series… -se le colorean las mejillas- es por el nombre de un antiguo y dorado dragón japonés. Es aún más freak de lo que se pensaba, ¿verdad?
Sonrío, no porque lo piense realmente, sino porque me encantaría seguir preguntándola acerca de el por qué, desde cuando, quién lo eligió, si sólo era un mote cariñoso que Bobby le había puesto, cuál era la historia de ese dragón.
Para, Jack, vas a saber más de lo que nunca deberías haber empezado. Levanto mi mirada de mis zapatos mientras me zafo con esos ojos marrones y profundos, espiándome desde detrás de su larga melena morena.
- Nada de eso, suena interesante –le dedico una sonrisa para tratar de ser algo más agradable-. ¿Qué libro te has traído hoy?
Lo he dicho sin pensar, lo juro, ni siquiera había reparado en ello cuando la vi llegar, bueno, quizá si me picó la curiosidad. Mierda. Ahora pensaría de mi que no era más que un pervertido, acosador, violador, carterista… y un pederasta. Por Dios, ¿cuántos años tiene esta cría?
- Lo siento, no he dicho nada, ha sido una confusión de pensamientos. Tengo clase, adiós.
Veo su cara, atónita, entre un blanco pálido (que siempre le he visto lucir, pero aún más exagerado) y un rojo acalorado.
- No, ¡espere!
            Pero para cuando lo dice yo ya estoy saliendo del jardín. Huyo. Me adentro en una de las aulas, esperando no encontrarme a nadie, y así es. Aún falta un largo rato para que entren los alumnos. Me apoyo en la pared y me descubro a mi mismo con la mano sobre el pecho y respirando agitadamente. Estoy nervioso. Y tengo una mezcla de sensaciones en el estómago. Vergüenza, timidez, ansiedad.
            Me asomo a la ventana esperando distinguir su largo pelo entre la gente. Imposible, al parecer no ha salido del jardín, y desde aquí es imposible verlo. Me enfurezco y pego un puñetazo contra la puerta.
- ¡Joder! –grito mientras me aprieto los nudillos-
Vuelve a sonar la puerta, alguien me sobresalta. Sigo teniendo los nervios a flor de piel, sin ninguna razón lógica.
-          ¡¿Jack?! ¿Qué hace aquí señor?
¿Bobby? ¿Qué hacía él allí? Trato de parecer relajado y me acerco con paso lento hacia él.
- ¿Qué haces tú aquí, hijo?
- Sólo he venido a por mis cosas, marcho ya. No sabía que trabajara aquí.
- Sí, bueno, en este aula no, sólo he venido… He venido… -busca rápido una excusa o el chico empezará a pensar por sí solo y no sabrás el qué-  a por… ¡tiza! Eso es, qué despistado estoy. No quedaba en mi aula, y así me daba una vuelta por la universidad. No la conozco muy bien, y mira qué sorpresas me llevo.
- Está bien señor J, a mi no tienes por qué darme explicaciones. –recoge sus cosas y va directo hacia la puerta- Es siempre un placer verte, ojalá sea más a menudo.
Sale sin darme tiempo a despedirme, o a decir que para mi también es un placer verle, aunque por dentro sigan mis frustraciones sobre él. Sigo sin estar preparado para tratarle como a un adulto, siempre será para mi ese niño metido en problemas. Yo también debería salir de esa aula, para no tener más momentos incómodos, e ir a la mía. Ando, me sé el camino de memoria, la rutina, y mis pies se dirigen hacia allí, y yo bajo la cabeza, contemplando cómo lo hacen.
Esa chica… Esa chica era tan distinta a todo lo que conocía y había conocido. Hasta el momento en el que la conocí. Mirar a sus ojos es ver una caja, llena de misterios, un pozo al cual quieres alcanzar a ver su final, y un brillo, un brillo que ni las estrellas tienen. Es como… Como si fuera esa salsa que le falta a mi vida. Como si fuera el intento de solucionar todo lo malo que hice en el pasado. Es ella, pero soy yo. Es mi reflejo en el espejo, todo lo que he sido, y todo lo que quiero ser.
Cállate ya idiota –me obligo a pensar- Sólo quieres proyectar en ella todas tus esperanzas de no morir de aburrimiento, y una forma de pedir perdón por todas las cosas que has dejado de hacer y olvidado. Todo porque ella es lo más interesante que ha ocurrido en tu vida desde hace años. Ahora, vuelve a la realidad, ES UNA NIÑA.
Y es cierto. Tengo que poner los pies sobre la tierra de nuevo, ella no es ningún motivo para comportarme de esta manera. No es más que una cría, soñadora, pero una cría, tendría que tratarla como una hermana pequeña, o mejor, como una hija para darme cuenta de quienes somos cada uno y qué papel debo adoptar. Además –pienso de forma irónica- es la chica de Bobby.
Unos minutos más tarde, estoy en mi aula. La clase se rige con normalidad y no hay más remedio que volver a casa. Todo sigue como siempre. No ha venido ningún tipo de hada y lo ha convertido en un palacio, ni ha venido ningún huracán y se lo ha llevado todo, por desgracia. Descongelo la cena y un rato después todo está listo. Luego, surge de nuevo esa picadura. Tabaco. Enciendo uno. Al acabar, y ante la aburrida basura televisiva decido ir a la cama, a tratar de dormir, o algo. Llevo ya una hora o dos dando vueltas sobre la cama. El maldito insomnio acabará un día conmigo. Me levanto, voy al baño. Meo. Voy a la cocina y saco la botella de whiskey. Sólo queda una, Jack, esta semana te has lucido. Tengo que reprocharme a mi mismo, sino, nadie lo hará. Y probablemente aunque lo haga, lo más seguro es que no escuche o no me moleste en escuchar.
            - Viejo tocayo –digo mirando la botella de Jack Daniels­-
            Me sirvo en un vaso de culo grande un largo trago del whiskey. Lo miro, lo huelo, y, simulando que el propio vaso es una persona grito:
            - ¡Por los viejos tiempos!
            Y por los viejos tiempos sería. Mi botella me había acompañado en mi soledad hacía ya algo más de una década. Era patético, pero al menos, nunca me había quedado solo… Del todo.
            Llevo ya unos cuantos vasos, apenas me tengo en pie. Caigo sobre el sofá, derribándose encima unas cuantas salpicaduras sobre mi ropa. Río. Mi estado no es el mejor, pero nadie estaba allí para reírse o llorar. Encuentro el paquete de tabaco a mi lado. Saco un cigarro y lo coloco entre mis labios. ¿Tiene fuego? , en alguna parte de la habitación escucho una voz femenina, de sirena en ese momento. Sé que estoy sólo, pero mi mente está nublada y escucho de forma repetida la misma frase. ¿Tiene fuego? El humo del cigarro se amontona delante de mi cara, gira de forma extraña, y de forma casi hipnótica va dibujando una figura en el aire. Veo su melena, y su precioso rostro, sosteniendo un cigarro entre sus labios. Su labio inferior. Quiero morderlo. Perdone, ¿tiene fuego?
            Fantasma, eso es lo que es. Como el cuervo de mi admirado Poe, ha venido esta noche para atormentarme en mi desdicha. Para burlarse de mi soledad. Para confundirme y hacer caer en la trampa de la lujuria. Cojo la botella, y sin echarlo en el vaso, bebo directamente de la botella hasta que se acaba. Ella sigue delante de mi, mirándome con esos ojos pícaros. Tiro la botella de cristal, atraviesa el humo, deshaciendo la imagen y cayendo al suelo, se rompe en millones de cristales, y provocando un estruendo. Como el que en este momento hay en mi cabeza, parece que los cristales estuvieran dentro de mi mente. Al menos el fantasma desapareció. Todo comienza a dar vueltas, la habitación está girando. Me mareo. Caigo sobre el sofá.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Capítulo 1.

 Se levanta cerrando con prisa su libro, lo guarda dentro de una mochila negra que está llena de pintadas –típica mochila adolescente- y va directa a la entrada de las facultades. A través de los cristales la encuentro, saludando a unas cuantas personas, y de repente sale disparada hacia alguien, sobre quien salta y abraza, y da un apasionado beso. “Ah, Bobby” pienso para mis adentros.
Bobby fue alumno de mi instituto, y luego entró en mis clases de escultura, hasta que vio que lo suyo no eran las cosas que llevaran detalle y se metió a otro tipo de estudio, ahora no sé cuál, pero no el de escultor precisamente. BobbyBobby era un chico muy característico que en cierta manera me recordaba a mí. Tenía 21 años –si no he hecho mal las cuentas- y su aspecto era el del eterno rebelde. Su tez pálida contrastaba con su raya del ojo negra corrida. Llevaba unos pantalones ajustados negros, pitillo, y unas míticas convers negras y rotas. Su camiseta con las mangas cortadas no podía faltar que sin duda le hacían parecer más delgado de lo que ya estaba, además de ser alto, muy alto. Llevaba casi toda la cabeza rapada, excepto el centro, que llevaba un largo trozo de cabello echado hacia delante a modo de flequillo en pico que le caía al centro de la nariz, como el mítico peinado del cantante de The Misfits. Tenía ese aspecto de rock star al cual no le importaba nada de lo que dijeran y por lo que parecía a la chica le volvía loca.
Bobby había cambiado, antes era un chico conflictivo, pero al ver la manera que tenía de abrazar a la pequeña parecía que había dejado a un lado las drogas –aunque le viera fumarse un cigarro en ese momento- y le veía sonreír, algo que no conseguí hacer por él en ningún momento de mi vida. Vi como se alejaban montados en una moto, algo vieja pero con un motor que sonaba a nuevo.
Estúpido de mi, cotillear los alumnos, a los críos. ¿Tan aburrida se estaba convirtiendo mi vida? Pienso que sí, porque la clase fue igual que las demás, aburrida, con jóvenes perdidos entre grandes masas de arcilla que preguntaban constantemente las mismas preguntas de la clase anterior, y yo empezaba a tirarme de los pelos.
Acaba la clase y cojo de nuevo el coche, pasándome del límite de velocidad. Necesito con urgencia tirarme en el sofá y olvidarme de mi vida por un rato. Subo deprisa las escaleras hasta el tercer piso (en el que yo vivo), ya tengo las llaves en la mano preparadas así que entro y me tiro en el sofá sin mirar qué hay debajo. Me recuesto y miro encima del televisor, que he encendido a duras penas con el mando a distancia de pilas casi terminadas. Pero no es la caja tonta lo que llama mi intención, unos centímetros por encima hay un libro que parece estar llamándome a gritos, ahí está, y no deja de berrear mi nombre, “La Naranja Mecánica” me está pidiendo ser leído.
Y así me paso la noche, leyendo con avidez y cierto “hambre” aquellas páginas sacadas de la mente de algún genio –o un loco-. Y de la misma manera despierto, el libro sigue abierto, sólo que sobre el suelo y mi mano extendida hacia o él, o tal vez, hacia la botella de Jack Daniels que también está tirada. Sin embargo no siento dolor de cabeza ni los demás síntomas de todas mis mañanas típicas, sólo quiero seguir leyendo. Me incorporo y recojo el apasionante libro. Quince minutos después ya le he terminado. Mierda. Vuelo a pensar. Sabía que volvería a la rutina.
Me levanto del sofá, miro la hora, mierda, otra vez tarde. Me pongo la ropa del día anterior –no puedo perder aún más tiempo- , preparo el café mientras busco desesperado las llaves del coche. Suena el teléfono.
Sí mamá, hoy te veo. ¿Qué por qué soy tan borde? Pues porque llego tarde y tú siempre tienes que llamarme a estas horas, o simplemente llamarme. Está bien que te preocupes por mí, pero no soy ningún adolescente que se ha ido de campamento. Déjalo mamá, te veo luego, tengo prisa.
Ni siquiera digo que la quiero y cuelgo deprisa. Tiro el teléfono y justo encuentro al lado del aparato las malditas llaves. Me abraso el esófago de nuevo con el café y salgo por la puerta.
Llego en el momento justo en el que están cerrando las puertas y sin pasar por la sala de profesores llego a clase. Mis alumnos están somnolientos y distraídos, esto no va a ser tan malo entonces, sólo debo mandarles que pinten un poco y así ni ellos ni yo nos molestaremos.
Acaba la clase, comienza otra, termina, comienza, termina… así pasan las horas hasta que suena el último timbre. Cojo el coche. Aparco en el garaje de los apartamentos. Subo. Mi madre ya está en la puerta, con la misma frase con la que me saluda todos los días que quedamos.
- Te veo muy desaliñado hijo, ¿quieres que venga a cuidarte unos días?
Desvío los ojos, haciendo caso omiso, como siempre. Se lanza a mis brazos, agobiándome con besos y abrazos. Entra a casa. Quejidos e histeria por el desorden, por mi nevera, por mi cuarto… ¿A esta mujer no se le raya nunca el cd?
Comemos juntos mientras ella no para de hablar, de insultar a extranjeros, de culpar a políticos, de juzgar a la juventud, de sacar chismorreos y un largo etcétera típico de una maruja, porque mi madre lo es. Tranquilos, lo sé.
Al cabo de las horas mis amigos llaman al timbre de casa y tengo que hacer que mi madre se vaya de allí antes de que se monte una nueva escena. Telefoneo y les digo que me esperen en el bar de siempre. Tengo una rara ansiedad. Mi madre comienza a escrutarme con la mirada hasta que da con su correcta conclusión.
- ¿Has quedado con una mujer verdad?
Suspiro evitando perder los estribos y mi cuerpo se tensa.
- No mamá, sólo son mis amigos, hemos quedado para charlar un rato, eso es todo.
Pero para ella eso parece ser insuficiente –para mí también mamá, pero es la realidad-
- No me lo puedo creer Jack, si fuesen tus amigos no les hubieras dicho que te esperaran allí, les hubieras dicho que subieran a esperarte. En cambio, al ser una mujer, no quieres que se cree la incómoda situación de que conozca a tu madre. ¡Ains mi niño!
Golpea con suavidad mi mejilla –lo odio, lo odio, juro que lo odio- y después la besa.
- Está bien, no hagas que te espere más, no vaya a ser que luego te dé calabazas.
- Mamá, te repito que son mis amigos, y que si se van a mi no me importa, ya les veré.
- Lo que tú quieras hijo.
Se ríe ella sola, coge el bolso y sin insistirla si quiera un poco ya se va.
¡Así que una mujer es la solución a mi madre! , sonrío irónicamente porque acabo de dar con la excusa perfecta para zafarme de ella y sus comidas eternas. Me ducho con prisa y me pongo ropa limpia que mi madre ha dejado preparada –algo bueno tienen que tener sus visitas-. Saco de la cartera unos billetes y bajo las escaleras sin prisa. Cruzo un par de carreteras y corro unas cuantas calles abajo hasta llegar al bar. La base secreta de mi grupo de amigos de siempre. Allí hemos compartido nuestras vidas, y allí la seguíamos compartiendo.
Desde fuera se escucha Highway to Hell de AC-DC y no puedo evitar soltar una carcajada, Harry ha tenido que llegar, pues cada vez que nos visita pide esa canción para su entrada triunfal. No tardo mucho más en pasar por la puerta y refugiarme en nuestra cueva –en realidad lo es, o al menos el dueño del bar quiso darle tal aspecto-. Harry tiene buen oído, pues antes de darse la vuelta completamente y verme ya sabía que yo estaba allí. Grita mi nombre y golpea con fuerza mi espalda con sus enormes manos. No termina de soltarme cuando en mi mano ya pone una copa de whiskey.
Harry no viene muy a menudo, pero cuando lo hace, el bar festeja su llegada. Es un amigo de toda la vida y eso se nota en el afecto y confianza que hay. Sin embargo, en el transcurso de los años todo ha cambiado. Antes yo no paraba de bromear, de sacar la risa de todo el mundo, de hacer chistes y sacar todo el humor mordaz y sarcástico que llevaba dentro, consiguiendo las carcajadas de todos. Ahora mis colegas trataban de unirse por llegar a crear la atmósfera que yo sólo inconscientemente implantaba, y el resultado era nefasto, pues los chistes fáciles acababan cansándonos con rapidez. Luego se esforzaban en tratar de animarme para que volviera a ser el de antes y eso era lo que llegaba a ser gracioso. Sus esfuerzos, inútiles, terminaban por agotarles mentalmente y nos poníamos a jugar a las cartas mientras bebíamos.
Pero cuando Harry venía la cosa era algo distinta, pues cuando se emborrachaba parecía todo un vikingo y era suficiente para reírnos. O reírse. En realidad hacia tiempo que no me reía plenamente, con ganas, con esa sensación de querer reír de verdad…
Harry me empuja sacándome de mis conclusiones, o hipótesis, o lo que fuese en lo que estaba pensando.
- ¡Baila un poco cabrón!
Al parecer la cerveza ya empieza a subir a su cabeza, porque, a pesar de sus 42 años, sus 1’97 metros de altura y sus 102 kilos de peso, está bailando ska como un adolescente, o un adolescente muy borracho, mejor dicho.
Viene, va, habla con nosotros, habla solo, pide una canción, pide otra cerveza. Vuelve a bailar, se gira, y da un manotazo.
Oh no. Es lo único que consigo pensar. De por sí, un hombre de sus medidas es duro, y más si te suelta un guantazo, pero tal y cuál es su estado, el bofetón –inconsciente- ha debido de ser multiplicado por doscientos mil. El grupo de jovencitos con crestas y cadenas que estaban a su lado se vuelve con malos humos, al parecer, Harry ha dado a uno de ellos. De entre el círculo de punkis aparece un chico muy alto –aunque incomparable a mi amigo-, al que Harry parece haber dado. Se hincha cuan gallo de corral. Todos nosotros corremos hacia ellos. Sabemos cómo reaccionará Harry y evitamos que se cree una pelea, la mayor parte de ellos deben de ser menores. Me pongo frente a Harry y le empujo para atrás mientras le susurro. Harry, pide disculpas y vámonos, no es el mejor momento para jaleos.
Alguien me agarra con fuerza del hombro y me gira con ira.
- El grandullón es suficientemente viejo para que…
El chico me mira a los ojos y se calla de inmediato, en su mirada veo reflejada la mía, y son exactamente iguales.
- ¡Señor O’connell!
- ¡Bobby!
Bobby parece haberse calmado y se gira hacia sus compañeros.
- Venga tíos, seguir a lo vuestro, este hombre es colega, buena gente, no ha pasado nada, venga, esfumaos.
Se quejan un poco y gruñen, pero no open resistencia y se dispersan, unos siguen bailando, y otros se van a la barra a por más bebida. Harry es arrastrado por los demás hacia una mesa.
- ¿Qué haces aquí señor O’connell?
- Bobby, hijo, señor sólo hacía falta que me lo llamaras en la escuela, y porque quisiste. Sólo soy el simple Jack, recuérdalo sino quieres que te pegue una paliza –digo riendo.
- Está bien, eh… Jack –le cuesta decir mi nombre- sigo sorprendido, ¿cómo por aquí?
Vuelvo a reír ante la estupidez que acaba de decir y mientras él me mira extrañado.
- Verás Bobby, llevo viniendo a este bar más o menos desde tu edad… Fecha en la que abrieron este bar. Ha llovido mucho desde entonces, lo sé, pero ni yo ni mi banda hemos dejado de pasarnos por aquí ninguna semana. Quizá los jueves, quizás los lunes, quizá los sábados… Todo depende de nuestros horarios. Ya no somos críos que no tenían más preocupación que la escuela, las niñas y el que nuestros padres no nos pillaran fumando o bebiendo, ahora tenemos que ponernos de acuerdo para coincidir, ya sabes, trabajo, mujeres, hijos…
Bobby ríe mientras arquea levemente su cuello echando hacia atrás su enorme flequillo.
- Nunca hemos coincido entonces, llevamos viniendo aquí un tiempo… A todo esto, no sabía que usted tuviera hijos.
Turno de reírme de nuevo.
- Ni los tengo y dudo mucho que lo haga. Hablaba simplemente del grupo en general. Lo mío se ve afectado por mi trabajo y mi madre. Es la única mujer en mi vida aunque suene patético. Pero al parecer… tú no estás solo, ¿me equivoco?
Por un momento creo que Bobby mira hacia sus zapatos y sus mejillas se colorean.
- No, no se equivoca. Llevo un tiempo con una chica, ella es… -de repente su rostro de enamorado se torna a un rostro duro- una heroína, y nunca mejor dicho –hace una mueca, entre asco e ironía- No se rinde nunca.
Parece decir la última palabra con crueldad, con intención, mientras me clava su penetrante mirada oscura –tiene los ojos casi negros-. Me hace incluso creer que se refiere a mi, a que me rendí respecto a él, pero, es imposible que se refiera a eso, a él y su lucha con las drogas, ella es demasiado joven e inocente para conseguir lo que un hombre maduro y con experiencia no pudo. No. Seguramente se refiera a sus batallas internas contra el sistema.
Oigo de nuevo la tosca voz de Harry gritándome a lo lejos y tengo que despedirme de Bobby. En su mirada hay un reflejo de tristeza y melancolía, me abraza y se despide de mí con un sea bueno profesor. Eso le decía yo cada vez que le despedía. Pues pasaba tardes con él para evitar que se drogara, y compartimos mucho tiempo juntos, quizá por eso la nostalgia de su abrazo.
La noche parece cernirse sobre mis párpados, pues empiezan a pesar y comienzo a despedirme de todos que al parecer no están de acuerdo con mis ganas de irme. Acabo convenciéndoles con baratas excusas como mañana trabajo, y encima dos veces, joder, no me hagáis esto, perderé lo único que tengo para sobrevivir más allá de mi madre.
Estoy seguro de que el más allá de mi madre es lo que les ha dado verdadera lástima y por eso me han dejado ir.
Llego a casa. Me despojo de mi ropa. Miro hacia el techo tratando de quedarme en blanco, tratando de dormir. No lo consigo. Quiero morir. Empiezo a pensar en Bobby y en todo lo que ha pasado, lo que hemos pasado, y lo que nunca logré que pasara. Paso la noche en vela pensando en él. Y su fracaso lleva a un desencadenante peor, el mío propio con mi vida, sólo que él ha podido seguir adelante. Sin mí, claro. Ya sabemos qué estaba fallando en esta cadena de nefastas vidas. Revuelvo un poco las sábanas, peleándome entre taparme o no hacerlo, enredarme, echar la manta, dejarla a medias, abrir la ventana, bajar la persiana, subirla un poco para que entre luz, desnudarme… soy un maniático, he de admitirlo.
Despierto sobresaltado mirando el reloj, pero aún quedan 20 minutos para que suene la alarma. Mierda. Miro hacia la mesita de noche y encuentro de nuevo una botella de whiskey volcada. Últimamente es la única manera que tengo de conciliar el sueño. (Si es que últimamente se le puede llamar a los últimos… ¿5 años de mi vida? Para qué mentir, son muchos más, pero no quiero admitirlo por no sonar tan patético). Tiro de mi pelo –una de mis miles de manías- y recorro la habitación con la mirada. Encuentro un paquete de tabaco tirado a lo lejos –lejos, sinónimo de más allá de la alfombra- y con vagueza me levanto a por él. Hacía mucho que no fumaba –de hecho, nunca me había considerado fumador- pero un cigarro antes de entrar de nuevo en la rutina iba a ser placentero. Rutina. Pensé en esa palabra y me recorrió un escalofrío. Era como un castigo, como un martillo golpeando dentro de mi cada vez que la escuchaba. Me había levantado antes de que sonara el despertador y eso no entraba dentro de… de esa palabra que me gustaría obviar.
Me tiro de nuevo en la cama mientras enciendo a ese pequeño diablo. Le doy una calada tan intensa que parece que mis pulmones vayan a estallar. Suspiro. Otra calada. Otro suspiro. La cabeza me da vueltas y tengo una sensación de agobio. Apago el cigarro y me tapo con la sábana. No logro conciliar el sueño, pero me quedo en un estado tranquilo. 5 minutos después el despertador me trae a golpetazos de mi evasión. Mierda. Y lo mismo de siempre –creo que vosotros mismos estaréis recitando ya lo que va a ocurrir antes de que lo leáis- . Baño, espejo, desesperación, café, a la búsqueda de la ropa escondida, café, llamada de mamá, café, llego tarde… y clases.
Y más desesperación.

martes, 8 de marzo de 2011

Introducción.

“Buenos días mundo incomprensible”. Esas son mis primeras palabras cada mañana. Así es como saludo a todo lo que me rodea, pues todos los días me levanto igual de confuso, igual de desorientado.
Y hoy es igual a todos los demás días. Piso el suelo con el pie izquierdo y me golpeo el dedo meñique del pie derecho con la mesita de noche. “¡Mierda!” , además, creo que he despertado a los vecinos. Aun sigo medio dormido pese al golpe y voy directo al baño con el instinto, tengo los ojos medio cerrados y bostezo considerablemente. El mismo ritual de cada mañana, levantas la tapa, la otra tapa, te baja un poco el calzoncillo y simplemente, meas. Vas al lavabo, te limpias las manos y ves tu cara demacrada. Ha sido otra noche de pesadillas, sueños paranoicos e insomnio. Comienzo a estar harto de todo esto. Me veo reflejado en el espejo y no puedo evitar asustarme de mí mismo, qué horror, joder.
-¡Venga Jack! –sí, me llamo Jack O’connell- No estás tan mal –soy patético incluso intentado animarme a mí mismo- para tener 39 años sigues siendo un hombre atractivo, ¡mírate!
Y vuelvo a mirarme en el reflejo, desde todos los ángulos y cada rincón de mi cuerpo. ¿Qué veo? A un tipo de estatura mediana con una espalda ancha y una cintura agradable, con algo de barriga –malditas cervezas- y musculosos brazos –al menos la natación sirve de algo-. ¿Qué más? Bueno… Mi cara está tan descuidada y pasada por la edad… Tengo unas marcadas ojeras –es lo que tiene tener insomnio- una barba bastante descuidada, unos ojos tristes, decaídos cansados y, verdes, o azules, o grises, u olivos, o pardos, o como quieras verlos. Aunque esta mañana están de un color gris apagado. Y el pelo… bueno, tengo el pelo corto y oscuro y algunos mechones irregulares caen por mi afilado rostro.
Me miro durante un rato más mientras me seco con la toalla ya raída. Suspiro, entre agobiado y cansado de ver la misma imagen de mí mismo. Con torpeza voy a la cocina donde me preparo mi dosis diaria de café. Café, café, y… otro café por favor. Los dos primeros me los tomo mientras observo distraído las noticias –tan repetitivas y amargas- y mientras se calienta el tercero me desespero mirando mi armario. O el zoológico, como lo llama mi madre cuando viene a recogerme un poco el piso. Todo está tirado, mezclando ropa limpia y sucia, de invierno con la de verano, botas, calcetines, ropa interior, camisetas, pantalones, sudaderas… todo está entre las perchas y el suelo. Alargo mi mano prácticamente sin mirar a donde se dirige. “¡Pantalones vaqueros!” puedo sonreír orgulloso, pero… ¿y la ropa interior? Frunzo el ceño mientras me pongo a inspeccionar la zona. Revuelvo un poco y de una misma tirada encuentro calcetines y boxers. No puedo creer mi propia suerte. Y sonrío, no sé si porque realmente me hace gracia o porque soy tan irónico que me he de reír incluso de mi propio “patetiquismo “. Una camiseta blanca (o bueno, al menos antes lo era) de manga corta sin nada más será suficiente.
Ya con el uniforme puesto me dispongo a tomarme el último café cuando suena el teléfono. Antes de responder miro el reloj, y voy con retraso, cómo no.
- No mamá, hoy no puedo. ¿Qué? Pues porque tengo que trabajar, no te pienses que todos vivimos del aire. ¿¡Cómo?! Me pongo así porque todas los martes me haces lo mismo, sabes que tengo que corregir trabajos, exámenes y que por las tardes trato de hacer algo de provecho para mi vida social, la cual no crecerá si quedo con mi madre, además los martes por la tarde tengo las charlas en la universidad. No, no te pongas así, sabes que tengo razón. No joder mamá, no, no te pongas así porque no tienes razón. Joder, ¡no! No tengo 18 años para que me sigas hablando de esta forma. Vale, te veo el jueves, ¿contenta? Vale. Tengo que dejarte, llego tarde. Lo sé. Yo también. Adiós.
Cuelgo y me abraso la lengua mientras devoro el último trago del café. Cojo las llaves del viejo Ford y tiro todas las cosas dentro –libros, carpetas, estuches, llaves, móvil, cartera… - y conduzco a toda prisa hacia el instituto, al cual no importa que llegue tarde, los alumnos estarán encantados.
Sí, soy profesor de dibujo en un instituto de barrio, normal y corriente. Todavía no sé muy bien cómo acabé allí, quizá por mi incompetencia, quizá porque al final te acabas cansando de luchar. El caso es que estudié bellas artes, hice fotografía y también historia del arte. Ahora entenderéis lo apasionado que soy del arte, la verdad, es que de todas las artes, pero al final no acabas siendo más que un profesor mediocre en un lugar muerto. Pero es como todo, la verdadera faceta de mi vida que adoro es la de mis pasiones truncadas. Adoro escribir, historias fantasiosas en las que reflejo lo traumático de mi ser, mis sueños frustrados, todo lo que quise ser, lo que busqué, lo que busco, lo que perdí y lo que me pregunto, y los poemas, recuerdo aquellos que escribí para conquistar a algunas mujeres y todos aquellos que tuve que hacer para olvidarlas. Y pinto, o eso creo, trazo líneas sobre lienzos en los que mi odio, o mi amor quedan plasmados entre líneas rojas, negras, azules, verdes, y figuras, que aún no sabría cómo definirlas. También solía hacer fotografía, hasta que me convencí a mí mismo de que la mayor parte de mi sueldo lo dejaba en un simple hobby, pues jamás me darían un duro por un trabajo que jamás nadie vería. Ah, no podemos olvidarnos de mi tan poco exitosa faceta de pianista. Una vez me planteé el ganarme la vida como músico, hasta que las palabras de unos cuantos productores disolvieron la quimera. “Si quieres ganar dinero como músico, ponte a tocar algún instrumento en la esquina del metro”. También tocaba la guitarra, e incluso años antes me atrevía a ir a micros abiertos en los que poder acompañar a algún aficionado más.
Tengo tantas caras frustradas de mi ser que me cansé de luchar por mí mismo y me acomodé en la jovial y pasable vida de un profesor de dibujo bohemio de sueldo medio con el que puedes reírte en clase y te deja libre la imaginación en tus trabajos.
Y así es mi vida, cada día igual, cada día lo mismo.
Mientras conduzco, viajo también a pasajes de mi vida, en los que recuerdo cuando iba a manifestaciones, cuando salía a correr con mi perro, en los que paseaba de la mano de una bella mujer por la playa, en los que me tiraba noches observando el cielo y rozando las estrellas con la punta de mis dedos –o eso creía- o cuando simplemente me empapaba bajo la lluvia, creyéndome invencible, creyéndome capaz de afrontar a todo y a todos.
Y así fue hasta que el mundo pudo conmigo. Y conmigo se llevó la ilusión, las risas, la fantasía, la autocomplacencia, la energía, las ganas de luchar, el inconformismo, la inspiración… Porque también se llevó a mi musa. Llevo años sin pintar nada, sin escribir, sin fotografiar, sin componer. Porque también se la llevaron a ella. Desde entonces estoy desesperado. Paso las noches en vela jurándome que la encontraré. Y escucho todos mis cds, miro todas las fotografías, leo todos mis libros favoritos. Pero nada, no aparece. Se la han llevado.
Aparco. Entro deprisa. Me llevo las pertinentes broncas-charlas del director y me dirijo a mi aula. Blah, blah, blah y más blah. Alumnos, trabajos, dibujos, alumnos, trabajos, dibujos, alumnos, alumnos que se creen muy listos y se pasan, dibujos, trabajos... así 6 horas al día, 5 días a la semana. ¿Veis como es redundante? En ambos recreos aprovecho para abrasarme de nuevo con los cafés y engullir algún bollo de la panadería que hay al lado, la verdad es que sus croissant están para pecar.
Suena el último timbre y todos, alumnos y profesores, suspiramos aliviados. Pero como es martes mi pesadilla no ha acabado. Cojo el coche y conduzco hasta las afueras de la ciudad donde se encuentra la universidad pública más pobre de toda la comunidad, pero de todas maneras, es mi mejor fichaje, no debería quejarme tanto. Aparco y voy a la cafetería del campus. Lo atravieso mirando a todos los lados. Los jóvenes están reunidos, unos leen, otros hacen trabajos y repasos de última hora y otros, simplemente ríen. Entro en la cafetería y me siento en la misma mesa de siempre, me atiende la camarera de siempre y pido el mismo menú de siempre. “Ensalada mixta, merluza rebozada, mousse de chocolate y una coca-cola, por favor” , siempre repitiendo las mismas palabras. Y la camarera tarda el mismo tiempo que siempre en traerlo. Y como no, como siempre, estoy tan hambriento que no tardo en devorar y casi comerme los platos.
Todos los martes al acabar la comida y el café de después –bendito café que evita arruinar mi profesión- me escaqueo por una de las puertas de la cafetería que lleva al que yo llamo, jardín secreto. Es un pequeño trozo de campus, pero alejado de todos los demás. Es pequeño, no tiene más que un banco y dos o tres árboles, apenas pega el sol y la temperatura siempre es agradable. Siempre me he planteado por qué los alumnos no van a allí, y siempre llego a la misma conclusión, es tierra de “bichos raros”. Allí se reúnen sobre todo aquellos tipos de universitarios que se automarginan pensándose superiores, o con conocimientos e inteligencia mayor, y se sienten incomprendidos por unas dotes que ellos mismos se han atribuido. Y aprovechan el tiempo para actualizar sus portátiles, acabar de revisar sus súper proyectos o terminar de leer sus adorados diarios del científico.
Aún me quedan dos horas para entrar a la universidad, pero disfruto de aquel lugar porque a esa hora todos los alumnos –o casi todos, al menos en el caso de los bichos raros todos- están en clase. Yo me dedico a dar cursos de una hora y media los martes y viernes en los que enseño a dar forma a esculturas en la facultad de arte, por supuesto. No es mucho, pero al menos trabajo con personas más maduras y civilizadas que mis pequeños monos de instituto, además de estar en una universidad, que eso te da… otra clase, digo yo.
Como siempre a estas horas aparece esa chica que siempre veo. No sé su nombre –y nunca me he interesado por saberlo- y tampoco me sé sus rasgos, sólo sé que es ella. La niña que viene todas las tardes al jardín secreto a devorar sus libros, o eso veo. Lo único por lo cual me hace gracia es cuando paso por su lado y la veo tan metida entre las hojas de papel. Me encanta verla sonreír cuando seguramente acabe de leer algo gracioso, o romántico –o quizá tenga humor negro y se esté riendo de una nefasta muerte- o cuando le brillan los ojos mientras relee dos o tres veces una misma línea –que para sí habrá recitado en voz baja 300 veces- o, sí, cómo disfruto cuando se pasa las dos horas que yo estoy allí tan pegada al libro que parece que ella misma es uno de los personajes.
Me gusta observarla cuando hace eso, me gusta mirar sus ojos, porque tienen ese brillo, esa ilusión que yo perdí. Yo ya no leo libros con esa impaciencia, con esa incertidumbre y esas ansias por saber qué pasará. No sonrió cuando algo me hace gracia o me gusta, simplemente lo anoto mentalmente. Ella tiene esa fe en los libros, y la siento cuando se muerde los labios mientras cambia de página o cuando tiene que cerrar las tapas mientras aprieta el libro contra su pecho, para evitar perder esa magia que hay entre las palabras.
Oye, quizá sepa demasiado de ella.
Nunca me he fijado en qué libros leía, porque pensaba que con la edad que aparentaba estaría leyendo Harry Potter , Crepúsculo o alguna de esas novelas de hoy en día hechas para adolescentes que tratan de ser “especiales”. Y hoy no sé porque sí lo he hecho, por qué me he fijado en la cubierta de su libro. Creo que ha sido al oírla colgar el móvil, cuando decía “claro como el agua cristalina, como diría mi amado Alex”  he sentido un pinchazo de cotilleo en mi estómago y me he obligado a mirar por encima de sus huesudos hombros. “¿La Naranja Mecánica?” , reí dentro de mi, y si la conociera, o al menos tuviera algo de trato con ella la hubiera felicitado por haber elegido tan buen libro, y la preguntaría si había visto la película. Pero no creo que yo, Jack O’connell fuese a tener tanta suerte como para que una chica de esas hubiera visto semejante obra de arte. Quizá su depravado profesor de filosofía, o ética, les hubiera mandado escrutar la mente del neurótico Alex. Pero ella no le trataba simplemente como “Alex”, sino como su amado Alex, así que llegué a la conclusión de que le gustaba el libro.
Único día en el que me paro a echar un vistazo encima de ella, único día en el que me tiene que hablar.
-¡Perdone! –oigo gritar tras de mi una femenina, dulce, inocente y un tanto melodiosa vocecilla- ¡ehy señor!
Entonces me giro con una sonrisa en los labios y el ceño algo fruncido.
- Vaya, sabía que era un viejo, pero no tanto como para que me llamaran señor.
Agacha su mirada, mientras se ríe y encoge su cuerpo.
-Disculpe, no era mi intención molestarle ni mucho menos ofenderle –clava sus ojos en mi, por primera vez me doy cuenta de que son saltones, marrones y muy profundos. Y creo que en ellos he visto una mirada un tanto… ¿lujuriosa?- ¿podría darme la hora?
Me río ante su respuesta y la respondo tranquilo, algo característico de mi es mi pasividad.
- Claro niña, espera que busco el teléfono.
Y entonces me doy cuenta, sí, era lujuria la chispa que había visto en su mirada. ¿Por qué lo sé? Porque su ojos han ardido mientras me levantaba la camiseta que tenía enganchada en el pantalón y aprovecho para buscar mi teléfono. Se muerde el labio y centra su mirada en mis manos, que están pasando por mis bolsillos traseros. Definitivamente, lujuria. Encuentro el teléfono evitando reírme -¿una niña fijándose en un viejo loco como yo?- tenía que evitar carcajearme de todo aquello como pudiera.
- Pues van a dar las 6 y 10 dentro de un par de minutos.
- ¡Muchas gracias!